miércoles, 30 de septiembre de 2009

NANA

(Foto de Isabel Amador)


Dejé de amarla tres meses antes de su muerte, y no sé por qué, porque la amaba.  Era mi abuela y todos los nietos le decíamos Nana.


Su última imagen es como un obsequio macabro al recuerdo: convertida en una anciana, recorre despacio el borde empedrado de la piscina que está en el patio mientras abraza fuertemente su cartera.  El suéter azul, pequeño y apretado sobre el vestido, cubre su soledad de una dolorosa miseria.  Los zapatos de tacón, que quizás un día antes parecían finos, son ahora un rastro inútil por el que va mi abuela bajo la luz ciega del mediodía.  Es ella, sin duda, la mujer más triste del mundo. Camina mirando hacia el suelo, como si estuviera entretenida en su propia nostalgia. El pelo le ha crecido más de la cuenta y su raíz está absolutamente blanca. El elegante peinado estilo Luis XV parece un globo desinflado, apenas erguido con laca y prensas negras. 
 
Se ha pasado así toda la mañana, de un lado a otro.  Cuando al fin la empleada sale a buscarla para que regrese a la cama, ella se ha quedado dormida, sentada contra un pequeño muro del fondo, lleno de hongos y babosas, donde no pega el sol. Al verla venir, lo primero que esconde es la cartera.  La empleada se la lleva sin pronunciar palabra mientras ella va diciendo:  Marta, anda decile a Don Pedro que no se olvide de echarle veneno a todas las matas.
Antes de dar el último paso para entrar a la casa, se voltea bruscamente y señala el portoncillo de la piscina:
–¡Marta, la cartera! – 
Marta trata de arrebatársela del pecho, para que recuerde que eso es lo único que no ha olvidado. 
Inevitablemente pienso:  Nana, estás loca.
Como si me hubiera escuchado, dirige su dedo hacia mí, señalándome a lo lejos.  En ese momento, sin verla hablar, escucho su voz:  No, mijita, me hago.  Solo quiero que me dejen en paz.

Después de que murió, las empleadas de mis tías limpiaron su cuarto con toda clase de lejías.  Abrieron las ventanas que estaban selladas de mugre y le regalaron las cortinas a una señora pobre.  A pesar del esfuerzo, un olor a medicina, cofal, incienso, madera y vejez se había instalado allí, debajo de la tierra.  Así, cada vez que limpiaban, el olor brotaba como un aroma purificado por la higiene.  Al sexto día de trabajos, los allegados decidieron irse con su luto y sus trapos empapados de insecticida a rescatar al abuelo, que continuaba devorando libros en la habitación de al lado.




Sobre la mesita de noche del cuarto de Nana había un montón de cajas vacías: píldoras, ampolletas y supositorios.  No sé por qué no las habían botado. Tal vez nadie se atrevía a deshacerse de lo único que había brindado un poco de alivio a la enfermedad de mi abuela.
Entré allí con un pudor terriblemente culpable, sintiendo que en cualquier momento ella iba a aparecer o a salir del closet, vestida todavía con el suetercillo azul de mi primo menor y diciendo:  ¿Ya saludaste a tu abuelo?  Vení y te preparo una leche con sirope.


Sentada sobre su cama me eché un suspiro largo lleno de resignación, pensando que a lo mejor su muerte no me dolía mucho, aunque me llenara de tantos recuerdos.  Al azar, tomé una de las cajas de medicamentos y leí con un afán estúpido, porque lo poco que decía estaba en alemán.  Lo único que entendí fue morfina.  Volví a leerlo más estúpidamente que antes, porque después de entender esa palabra ya no me importaba saber realmente para qué servía la medicina.  

Con la caja entre las manos, comprendí lo fácil que llega el dolor si sabemos dar con la obsesión que lo acompaña.  La palabra morfina fue mi verdadero sufrimiento.  Nunca había sabido, a ciencia cierta, cuál había sido la causa de su muerte.  Sigo sin saberlo.  Sigo sin saber por qué a Nana le inyectaban morfina.  Sigo sin entender por qué deambulaba los sábados por la casa, encerrada y sola, mientras los allegados se disparaban en grupo al otro lado de la ciudad, con el abuelo a cuestas.  Sigo con mi insignificante dolor atragantado, pensando que mi abuela se murió jurando que ella no le había hecho nada a ese montón de perros sarnosos del vecindario.


Me enojé con ella el día que me dijo:  Mijita, no se meta en lo que no le importa.  Tenía razón, pero el orgullo es indeleble cuando es entre familia.


Es increíble que aun hoy, varios años después de su muerte, siga recordando a Nana con tantos signos de interrogación en medio. Como ella misma decía, el cariño siempre está en duda. Es extraño que la recuerde todos los días, sobre todo cuando todos los días pienso que la he olvidado.
 



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